domingo, 15 de mayo de 2016

XXIX. Una carroña

Recuerda aquella cosa que vimos, alma mía,
un día soleado:
al lado de un sendero carroña había,
un cuerpo espatarrado.

Con las piernas al aire, como una mujer lúbrica,
emanando veneno,
era allí, abandonada, de la muerte rúbrica,
con el vientre de cieno.

El sol resplandecía sobre la podredumbre
como para cocerla,
y  la naturaleza - ¡oh milagrosa cumbre! -,
dando ciento por uno, devolverla.

El cielo la soberbia osamenta miraba,
que era un cráneo o una flor.
Y tu cuerpo en la hierba casi se desmayaba,
¡tan fuerte era el hedor!

Las moscas sobre el viento deban su bordoneo,
mientras iban saliendo en negros batallones
las larvas que corrían como un líquido feo
Sobre aquellos jirones.

Todo ello descendía, subía cadencioso,
Latía, destellaba;
Digiérase que el cuerpo, a un soplo misterioso,
Viviendo se agitaba.

El mundo daba entonces una musuca extraña
como el agua y el viento,
o el grano que el harnero sobre la parva apaña
con suave movimiento.

Las formas se borraban y no eran más que un sueño,
un esbozo confuso en la tela olvidado
al que el pintor un día da el último pergeño
con el pincel que pinta solo lo recordado.

Y detrás de las rocas estaba un perro inquieto
que nos miraba airado,
esperando el momento de husmear el esqueleto
en busca del bocado.

Tú serás algún día igual que esta basura,
que esta horrible infección,
estrella de mis ojos, calor de mi ternura,
¡ángel de mi pasión!

¡Sí! Tal habrás de ser, ¡oh mi dulce querida!,
Después del postrer sacramento,
Cuando tus huesos bajo la tierra florecida
Escuchen su memento.

Entonces, ¡oh mi bella!, dile tú a los gusanos,
pululando en tus huesos,
que aún guardará el recuerdo de tus besos malsanos
la esencia de mis besos.

Las flores del mal.- C. Baudelaire

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